Perro que ladra
- Zeth Arellano
- 4 ago 2020
- 5 Min. de lectura

Haríamos un picnic cerca del lago. Jacob me pidió que sacara el carro de la cochera para terminar de subir las sillas plegables y la hielera en la cajuela. Antes de darle reversa al auto había revisado que mis hijos estuvieran en algún lugar seguro frente a mí, presioné el acelerador y escuché algo crujir bajo las llantas, luego el golpe seco. Frené sobresaltada, sólo veía a Diana llorando. ¿Dónde estaba Adán? Se me fue el aire por un tiempo que me pareció eterno mientras mis ojos revisaban alrededor, buscando a mi hijo de ocho años. Mi marido se asomó al escuchar el alboroto, corrió detrás del carro y jaló con fuerza, me mostró una llanta con flores, destrozada. No se de dónde salió mi hijo, pero consolaba a Diana, es sólo una bicicleta, le dijo. Volví a respirar. Jacob me miró decepcionado y me reprochó no haberlos subido al carro antes de sacarlo.
Una vez en el camino olvidamos el asunto. Todos necesitábamos aire fresco después de cuatro meses sin salir de casa. La cuarentena había alterado nuestra interacción, los niños lloraban a la menor provocación, nos hablábamos a gritos y regaños, y Daniela y Adán se peleaban por todo. Yo estaba harta de lavar trastes y compaginar mi trabajo con el hogar y la educación en línea, me sentía sola. Jacob en cambio pasaba mucho tiempo encerrado en su estudio. Los niños y yo lo veíamos a través de la ventana cuando salíamos a jugar al jardín o a veces cuando él salía a fumar.
Era un alivio quitarnos el cubrebocas y la careta de plástico. Los niños pudieron perseguir insectos, jugar con la pelota y corretear entre los árboles. Nadie estaba preocupado por lavarse las manos con agua y alcohol. Jacob se dirigió al lago y no apareció hasta la hora del lunch pero no venía solo. Un pastor alemán le seguía los pasos de cerca y jugaba con él como si fuera su mascota de toda la vida. El perro ya era adulto y medía aproximadamente setenta centímetros de alto. Su pelaje era casi por completo negro y tenía un ojo gris claro algo fantasmal y otro café avellana. Mi abuela decía que los perros con esa condición tenían un ojo en el infierno y otro en el cielo, me estremecí al recordarlo, sacudí la cabeza. Era un animal imponente. Me estaba esperando cerca del lago, dijo Jacob, apenas me vio empezó a dar saltos como cachorro y movía la cola como si me conociera, es muy juguetón y ¿ya viste sus ojos?
Los niños se acercaron con precaución y después de un rato sintieron la confianza para jugar con él. Era un animal hermoso y obediente. Si le lanzaban ramas él las buscaba una y otra vez. No llevaba collar pero no se veía flaco ni descuidado. Parecía lógico llevarlo con nosotros de regreso a casa.
El perro pronto se convirtió en la sombra de Jacob. Dormía pegado a su lado de la cama y cuando yo me despertaba para hacer el desayuno, se apresuraba para ocupar mi lugar. Lo esperaba junto a su escritorio mientras trabajaba y sólo salía al jardín cuando Jacob lo hacía. Los niños pronto perdieron el interés en él, era muy grande y brusco, así que volvieron a entretenerse con videojuegos y Netflix. El perro era una especie de guardián de mi marido. Aguardaba como una estatua detrás de la puerta del estudio y no había poder humano que lo moviera de ahí. Sólo salía al jardín cuando Jacob tomaba sus recesos para fumarse un cigarrillo.
Una mañana desperté y lo vi parado de mi lado de la cama, gruñendo. Su ojo gris resaltaba en medio de la penumbra, desperté a Jacob porque pensé que me atacaría, pero en cuanto despertó mi marido el perro volvió a ser manso. Ese mismo día durante el desayuno, me pareció verlo acechar a Diana, parecía una fiera cazando a su presa. Lo hablé con Jacob, era un perro muy fuerte y me preocupaba lo fácil que le podría resultar lastimar a los niños, él dijo que estaba exagerando, que seguro la cuarentena me tenía paranoica.
Pasaron varias semanas y el perro estaba más irritable, gruñía cuando alguno de los niños o yo nos acercábamos y más de una vez me despertó su mirada amenazante. Sólo con Jacob se comportaba sereno y juguetón. Adán y Diana empezaron a tener pesadillas, ambos soñaban que el perro los atacaba. Hablé con mi esposo para sacar al perro de nuestra recámara, de la casa. Cada vez era más difícil bajarlo de mi cama, de los muebles. Le pedí a Jacob que le acondicionara un espacio en la cochera, lejos de los niños. Él estaba muy encariñado con el perro, no fue fácil pero al final accedió.
Mientras Jacob le arreglaba el espacio junto al carro, busqué en las páginas de asociaciones de mascotas, Facebook y periódicos locales por anuncios de perros extraviados. Pensé que si sus dueños anteriores aparecían me podría deshacer de él, pero no encontré nada. Los niños seguían teniendo pesadillas y yo empecé a soñar que el perro encontraba la manera de entrar a la casa para acecharme mientras dormía.
Un día pensé que alguien tocaba con urgencia a nuestra puerta por la intensidad del golpe, pero conforme me acercaba noté que era el perro el que se dejaba ir con el peso de todo su cuerpo contra la puerta. Quería entrar a como diera lugar y por el crujir de la madera supuse que lo lograría.
Estaba segura de que debía sacarlo de nuestras vidas pero cómo. Yo no podía llevarlo a pasear y perderlo, el perro no me hacía el menor caso y mi marido no lo haría. Jacob seguía diciendo que todo era producto de mi imaginación.
¿Han escuchado eso de perro que ladra no muerde? pues este perro no ladraba y eso me atemorizaba más. Temía por la vida de mis hijos y la mía. Cuando mi marido lo llevaba al jardín a que conviviera con los niños se acercaba por detrás con la cola agachada, podría jurar que sólo la movía cuando Jacob lo veía. El perro lo estaba manipulando y eso cada vez se parecía más a una pesadilla.
Pronto el semáforo epidemiológico se puso en amarillo y Jacob volvió a la oficina. Yo seguí trabajando desde casa porque las escuelas y guarderías seguían cerradas. Los niños y yo seguíamos en cuarentena, mis únicas salidas eran al supermercado y antes de que Jacob se fuera al trabajo. Dos o tres veces me encontré con el perro dormido debajo del carro. Jacob salía a despertarlo y moverlo a algún lugar a salvo, lejos de las llantas. Entonces se me ocurrió que podría ser así de fácil.
Me levanté muy temprano y me vestí para ir a comprar lo esencial. Lo hice con mucho cuidado de no despertar ni a Jacob ni a los niños. Entré a la cochera intentando silenciar mi respiración agitada. El perro no se veía por ningún lado. Encendí el motor y recordé el día que atropellé la bicicleta de Diana. El crujir bajo las llantas, el golpe seco. Las manos me temblaban mientras sostenía el volante. Puse la palanca en reversa y respiré profundo. Sólo debía dejar caer el peso de mi miedo en el pie que pisaba superficialmente el acelerador y volvería a ser libre.
Zeth Arellano es narradora mexicalense. Participó en la antología Lados B 2018 de Nitro/Press. Obtuvo el primer lugar en el VIII Certamen Literario Ricardo León en Galapagar, España y ha publicado en diversas revistas digitales a nivel nacional e internacional.
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