Florecer
Desde el cuarto se podían ver los dos árboles de cerezo que sólo florecían en marzo, el resto del año eran unos troncos viejos. Siempre habían estado ahí, reservados, discretos, prudentes, yo los recordaba desde que era niña, no eran mis favoritos y ahora de adulta pensaba en la basura que hacían cuando florecían, creo que a mamá eso le gustaba, ver caer las hojas color rosa pálido, escuchar el roce de las hojas al ritmo del viento y, cuando no estaba postrada a una cama, pasar las tardes cálidas bajo su sombra. Mamá llevaba cinco años enferma; tres de ellos entrando y saliendo de hospitales, dos: sin moverse de la cama. A veces me pedía que abriera las cortinas para ver a sus árboles, esos eran días buenos.
Desde el primer día que supe que mamá estaba enferma no me separé de ella, volví a mudarme a su casa en la calle Malinche; a la casa donde crecí con mis dos hermanos. Era casi lógico que todos pensaran en mí para cuidarla por ser mujer y la hermana más chica, a pesar de que a mis hermanos les había tomado 30 años salir de esa casa y a mí solo 18. Ellos vivían el sueño de la familia feliz y acomodada: con esposas, hijos, carros y hasta caballos. Yo por el contrario vivía sola, viajando de país en país, viviendo la vida a lo grande pero siendo la decepción secreta de una familia que me quería ver al lado de un buen marido.
Hubiera sido muy fácil encontrar un servicio de enfermería para cuidar a mi madre en cuanto supimos de su enfermedad; dos, cuatro, quince enfermeras; el dinero nunca había sido un problema. Yo me negué rotundamente, convencí a Roberto y Juan Pablo de que podía hacerme cargo de ella, que vivía con la culpa desde el día en que había muerto papá y que no permitiría que pasara lo mismo con mamá.
Cinco años y seguía ahí subiendo una silla de ruedas a los elevadores, pasando noches enteras pendiente del sonido del monitor, dejando mi vida en pausa para estar con mamá. Ella había hecho más sacrificios por mí que yo por ella. A veces yo discutía con Roberto y Juan Pablo por todo y nada, cada uno quería que tratara a mamá de cierta forma, a su forma, pero ellos solo eran visitas de pocas horas. No los culpo, seguro ellos les gustaría tener más tiempo para cuidarla a su manera pero en la vida hay que trabajar, pasar tiempo con los hijos, hacer las compras, montar al caballo, ir al gimnasio o lo que haga falta para sobre llevar la pesadez de los días y ser un adulto funcional. Siempre terminaban diciéndome ¡Cuídala más! ¿Cuídala más? ¿Qué clase de sugerencia es esa? Es mi madre y es obvio que la procuro y cuido, les gritaba.
El día que murió mamá, yo estaba a su lado. Las cortinas corridas dejaban ver el jardín coronado por las flores de los cerezos, el silencio envolvía la habitación y las flores color rosa pálido caían lento desde donde yo las miraba con lágrimas en los ojos. Aunque han pasado varios meses desde aquel día, busco el aroma de mamá al recostarme en aquella cama con vista al jardín. Afuera esos viejos cerezos, indiscretos, insensatos, imprudentes, inquisidores. Trato de ignorarlos, cierro los ojos, abrazo el sobre que acaba de llegar. Pienso en mis hermanos fuera del testamento, en todos los caballos que no se comprarán y saboreo los días por venir, en la buena vida pagada por mamá.
Esteban Díaz C. Maestro de ciencias y narrador tlaxcalteca. Se inició en la escritura en 2019, después de asistir a los talleres realizados en el Centro de las Artes de Tlaxcala sobre narrativa y estrategias literarias para la comunicación literaria.
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