La sala beige
En mis tiempos universitarios organicé una súper fiesta en mi casa. Mis padres no estaban, se habían ido de viaje por unos días, mi hermano tampoco estaba porque se había ido a otro viaje pero de estudios. Así que reuní a mis mejores amigas y amigos y hasta uno que otro colado se unió al evento.
Fue un viernes 14 de julio, llegaron los invitados y la cosa iba bien: unos platicando, otros tomando cervezas, bailando, cantando. Con el paso de las horas yo veía cómo iban perdiendo, uno a uno, el glamour y el buen encanto de la decencia. Como es natural, ya entrada la noche se fueron yendo algunos hasta que la fiesta se redujo solamente a las amistades más cercanas pero las de más batalla.
Con quienes quedaban, empezamos a jugar. Hasta que alguien que yo no conocía, muy pasado de copas, se quedó dormido en la sala y por más que lo intentamos despertar no reaccionó, así que algunos amigos y yo soltamos nuestra creatividad y le empezamos a hacer dibujos en la cara con plumones de colores. Cuando al fin despertó se fue así todo rayoneado.
Al otro día, cuando estaba limpiando el desastre, noté que los sillones de mi sala estaban manchados, ¡mis sillones eran color beige, casi blancos! y pues ya se imaginarán cómo se veían. Yo estaba muy angustiada y espantada porque mis papás regresaban al día siguiente de su viaje. Me puse a buscar lugares donde pudieran desmancharlos, porque mis intentos de hacerlo fueron fallidos; con nada de lo que tenía a la mano los podía despintar.
Como no tuve opciones, agarré el carro de mis papás y sin saber manejar me fui a un lugar que me habían recomendado para que limpiaran los sillones. En el camino iba rezando por no encontrarme con alguna patrulla que me parara por alguna cosa, también rezaba porque no tenía licencia de conducir y rezaba para no chocar con otro carro ni encontrarme a alguien de mi familia.
Llegué al lugar sin ningún problema, afortunadamente no había tanto tráfico y las pocas clases de manejo que mi mamá me dio alguna vez sirvieron perfecto para sacarme del apuro. Los señores del lugar me atendieron y me dijeron que harían lo posible para que la sala quedara sin ninguna mancha, así que fueron por ella a mi casa. Y ahí sentí miedo de que mis tíos y abuelos salieran de sus casas y se dieran cuenta de lo que había hecho.
Con mucha suerte, la misión salió bien: los del servicio de limpieza de muebles montaron la sala en su camioneta y como a las tres horas regresaron, esta vez abrí el zaguán e hice que metieran su camioneta para que pudieran descargar y ningún vecino se diera cuenta.
Los sillones quedaron impecables.
Mis papás llegaron de su viaje y no notaron absolutamente nada. Meses después esa sala fue reemplazada por otra del mismo tono de beige. Cuando mi hermano volvió de su viaje de estudios, quiso hacer nuevos amigos y se metió a todas las clases que pudo: matemáticas, box, fútbol, natación. Un día mi hermano invitó a sus nuevos amigos de la clase de box y entre ellos venía aquel colado dormilón al que rayamos en esa fiesta. Y me vio con rabia amenazante, como si me reconociera a mí, o a la casa, o a la sala que ni siquiera era la misma.
Arely Amador Hernández estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Es Docente y lectora ferviente.
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